Escribir el silencio


Parece un tinte místico, pero la cuestión del silencio y la escritura está en su equivalencia ontológica, más que simbólica. Escibir puede ser también esa acción solitaria en la que los sonidos de las palabras están sugeridos inherentemente, pero no por ello emitidos.


Escribir (es) puede ser un acto silencioso en cuanto a la fonética de las palabras que se escriben, que se tachan; una simulación de su entorno semántico, de su supresión, de su imprecisión.


El silencio parece un escenario en el que se emite el acto de la escritura. Un acto que no es un ejercicio, un oficio, un modelo de repetición con claves adjuntas al mecanismo de la atención nada más. Se trata de algo que tiene la apariencia del flujo o la continuidad y, al mismo tiempo, del anquilosamiento, de la pérdida.


En esta aproximación el carácter de lo simulado se adecua a la equivalencia silencio-escritura. Un «como si» que yuxtapone el «es» de cada enunciación para volverse otro devenir inesperado aún antes de toda lectura.


El silencio, en este sentido, no significa propiamente lo no escuchado o el callarse. La escritura lo es porque no enuncia nada por sí misma. Está suprimida como una fonética encallada que puede volverse sonido o cualquier otra cosa: letra desviada, tachón, línea, garabato.


El poema nace en ese caldo fangoso.



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